Ponencia presentada en Foro Público “Política Intercultural y Pueblos Indígenas”, realizada por la Mesa de Interculturalidad el 20 de Octubre del 2010.
Por: Alberto Chirif
Quiero tratar cuatro puntos en esta ponencia: cómo entender el territorio, qué tratamiento le ha dado la ley a este derecho, cómo debería ser el territorio indígena si el Estado cumpliese las leyes y las normas internacionales y, finalmente, cuáles son las amenazas que encierran las leyes y política actuales.
¿Cómo entender el territorio?
En esta exposición voy a referirme sólo a aquéllos pueblos indígenas que no estuvieron organizados bajo una estructura estatal, como es el caso de los pueblos indígenas amazónicos.
Territorio indígena, como pueblo indígena, son conceptos nuevos debidos, el primero, a la necesidad de los indígenas de defender su derecho a controlar y gestionar su hábitat y, el segundo, de articular internamente sus fuerzas como colectivos sociales que reconocen compartir elementos comunes, como origen, costumbres y lengua. El segundo concepto no sólo define a una colectividad internamente, sino que además ofrece un piso común para conjugar esfuerzos a una serie de colectividades con rasgos característicos similares, independientemente de que unas vivan en las selvas tropicales y otras en las sabanas africanas o en los hielos del Ártico. La definición de Martínez Cobo, quien fuera Relator Especial de la ONU para asuntos indígenas presenta estos rasgos:
"Son comunidades, pueblos y naciones indígenas los que, teniendo una continuidad histórica con las sociedades precoloniales anteriores a la invasión, se desarrollaron en sus territorios y se consideran distintos de otros sectores de las sociedades que ahora prevalecen en esos territorios o en partes de ellos. Constituyen ahora sectores no dominantes de la sociedad y tienen la determinación de preservar, desarrollar y transmitir a futuras generaciones sus territorios ancestrales y su identidad étnica como base de su existencia continuada como pueblo, de acuerdo con sus propios patrones culturales, sus instituciones sociales y sus sistemas legales".
Destaco de estos rasgos mencionados por ser principal: continuidad histórica, tanto la que viene del pasado, con todos los cambios que cualquier continuidad implica para una sociedad (continuidad no quiere decir que sean inmutables a lo largo del tiempo), como la que se proyecta al futuro, otra vez, insisto, considerando nuevos cambios.
Es común a los conceptos de territorio y pueblo indígena el hecho de que ambos se han generado en un contexto de colonialismo y de necesidad de fortalecer las capacidades de lucha contra la agresión externa, así como de definir los objetivos centrales de dicha lucha, entre los cuales el hábitat es vital.
Para entender por qué digo que territorio es un concepto nuevo en las sociedades indígenas me refiero ahora a las características que éste tiene o que ellas aspiran que tenga, en la medida que también como propuesta está en construcción:
- Una superficie delimitada, es decir, un ámbito marcado por fronteras que señalan el comienzo y el final de un espacio físico, más allá de los cuales se inicia otro territorio de otra sociedad.
- Un poder central que administra una superficie conocida, en la que existen recursos naturales, accidentes geográficos y seres humanos.
- Un estatus jurídico que garantiza esa superficie delimitada como propiedad de un pueblo específico.
La pregunta es si los pueblos indígenas tuvieron algo parecido a esto en el pasado. ¿Tuvieron un territorio con límites precisos y con una administración centralizada? La respuesta es no, porque esta concepción corresponde a una concepción estatal de territorio. Los pueblos indígenas amazónicos y otros no tuvieron Estado ni gobierno centralizado que administrara el territorio y dictara leyes y normas de aplicación general y cumplimiento obligatorio. Esto no quiere decir que ellos no hayan tenido una concepción sobre los espacios que habitaban y una manera de controlarlos y administrar sus recursos. Sí la han tenido y sí controlaban sus recursos, pero de otra manera.
Las sociedades indígenas al referirse al espacio que habitan o habitaron tradicionalmente se refieren al mundo como espacio total de la creación. Los mitos indígenas no dan cuenta de la creación del territorio de un determinado pueblo sino del mundo, del Universo. En realidad, más que sobre la creación esos mitos tratan sobre el proceso de ordenamiento del Universo en el cual vivirá la gente que relata el mito junto con otra gente, y con animales, plantas, astros y seres asociados a ellos que los protegen. En muchas de las tradiciones indígenas, al igual que en la tradición judeocristiana, el mundo preexiste pero en estado de caos. La creación es entonces el ordenamiento del Universo, que no se realiza en un sólo instante sino a lo largo de etapas en las que aparecen los ríos, los montes, los árboles, los animales y las personas de diverso origen (de diversos pueblos), y los personajes ancestrales que establecen las normas que deben regirlo, es decir, lo que cada quién debe hacer y las relaciones que deben mantener entre ellos.
El Universo creado y ordenado es más que el territorio de un pueblo, es un espacio ilimitado en el que viven pueblos diversos, con diferente tipo de relación entre sí. Como Universo se trata de un espacio sin fronteras, inconmensurable y que sobrepasa los límites de lo que la gente conoce, porque el Universo se proyecta hacia el infinito: hacia otros planetas y constelaciones, y hacia otros mundos que están bajo las aguas, bajo la tierra o en el cielo. El espacio habitado por un pueblo tampoco tiene límites fijos. Sus confines son los que alcance su ocupación en un momento determinado, por lo que éstos pueden ampliarse o reducirse.
La concepción del mundo en las sociedades de tradición oral es dinámica, lo que se demuestra en su capacidad de incorporar actores y procesos que van apareciendo en la historia. Así, los yaguas que ocupan el Amazonas y afluentes en Perú y Colombia han incluido en su relato mítico en un momento de la historia a los “negros”, apelativo que ellos le dan a los brasileños como habitantes del mundo. (Chaumeil 1984.)
Otro tema que es central en muchos de estos mitos es la separación que establecen entre sociedad y naturaleza, la cual comienza a partir de una falta original cometida por la humanidad. Ésta determina que desde entonces lo que antes la gente obtenía de manera natural lo tendrá en el futuro sólo mediante su trabajo. Aunque la idea es similar a la del pecado original bíblico, en el caso de las sociedades indígenas esta falta no reviste las características negativas y opresivas de pecado. Así, después de ella los pueblos del tronco jíbaro deben cultivar las plantas que antes Nugkui les facilitaba sin que mediara esfuerzo alguno de la gente (Berlin 1979) o los yaguas deben procurarse la cerbatana, los virotes y el veneno que en tiempos primordiales les eran naturalmente proporcionados por las diversas plantas de las cuales ellos ahora los obtienen mediante su trabajo (Chaumeil 1978). No obstante diferenciarse de la naturaleza, las sociedades indígenas tradicionalmente han establecido relaciones de reciprocidad con las madres o dueños de las especies vegetales y animales que ellos aprovechan y de los espacios (monte, lagunas) por los que transitan. El sentido de la falta es así marcar el paso de la naturaleza a la civilización.
Dentro de este enfoque, territorio viene a ser la parte del mundo que le ha quedado a una sociedad indígena después de la invasión colonial. En algunos casos, las posibilidades de un pueblo o de un sector de éste de componer un territorio a partir de estas condiciones, a pesar de ser complicado por las dificultades que deberá enfrentar, es factible. En otros, esa composición deberá hacerse a partir de zonas que, siendo parte del mundo según la visión ancestral, no estaban habitadas por dicho pueblo.
Unos ejemplos ayudarán a entender mejor las ideas del párrafo anterior. Las comunidades awajun del río Cenepa luchan ahora por consolidar su control sobre esta cuenca habitada exclusivamente por ellas, quienes tienen tierras tituladas sobre gran parte del área. Son awajun también el alcalde y los regidores de la municipalidad distrital, los maestros de escuela y los promotores de salud, al menos, en gran parte. La gran amenaza para este territorio es la empresa transnacional canadiense Dorato Resources que ha conseguido un contrato para explotar oro en la parte alta de la cuenca, en la Cordillera del Cóndor, donde nacen el Cenepa y otros ríos. Se trata de una actividad que contaminará las aguas y disturbará el ambiente. La empresa es poderosa y cuenta con el apoyo del Estado. Como socios, ambos han unido esfuerzos para dividir a los awajun y han creado una coordinadora nacional indígena con dirigentes de esa zona. Las dificultades son muy grandes, pero los awajun cuentan con fortalezas organizativas que les han permitido en el pasado superar situaciones muy complicadas. El hecho de que haya una continuidad territorial de comunidades en la cuenca, a pesar de que ellas están tituladas individualmente, es también una fortaleza. Haciendo un balance entre las fortalezas de quienes luchan por la propuesta territorial y quienes se oponen a ésta y apoyan la actividad aurífera, creo optimistamente que los primeros tienen posibilidad de salir victoriosos.
En el otro extremo, las comunidades ashaninkas de la cuenca del Perené están también tituladas, pero como islas dentro de un mar de colonos y con áreas muy pequeñas. En esta zona, la colonización es un antiguo proceso que se inició en la segunda mitad del siglo XIX, tiempo en el cual los indígenas no contaban con ningún tipo de protección legal ni ellos mismos tenían una visión organizativa para enfrentar el problema. Dentro de las comunidades tituladas es frecuente encontrar que los propios ashaninkas alquilan tierras a colonos. Las posibilidades de ellos de luchar contra esta situación y de componer un territorio étnico son escasas. Más aun, ellos ni siquiera se plantean esto como posibilidad. La falta de tierras ha hecho que gran parte de la población emigre hacia el río Tambo, al este del Perené, y más allá, hacia el Ucayali. En caso que esta población quiera componer un territorio, tendrá que hacerlo sobre una parte del mundo ancestral que, como el Ucayali, en el pasado no habitó.
¿Cómo trata la ley los derechos territoriales indígenas?
La primera ley que reconoció los derechos de propiedad de los territorios de las comunidades indígenas amazónicas (llamadas oficialmente “comunidades nativas”) es de 1974. Esta norma fue modificada cuatro años más tarde por una aún vigente (Ley de Comunidades Nativas, DL Nº 22175), que fue más tarde parcialmente mutilada durante el gobierno de Alberto Fujimori.
Una serie de leyes posteriores han debilitado las garantías de los indígenas amazónicos sobre sus territorios comunales. Entre ellas está la ley Forestal y de Fauna Silvestre (DL Nº 21147), de 1975 (hoy derogada por otra que mantiene el mismo principio), que declaró de dominio público los recursos forestales. Tres años más tarde, la ley de comunidades nativas de 1978 (el mencionado DL Nº 22175) señaló que la
“parte del territorio de las comunidades nativas que corresponda a tierras con aptitud forestal, les será cedida en uso y su utilización se regirá por la legislación sobre la materia” (Art. 11º). Esto no sólo ha debilitado la seguridad territorial de las comunidades, sino que ha complicado los procesos de titulación, ya que ahora se requiere hacer clasificaciones de suelos que dilatan el trámite.
Además de la exclusión de los suelos de aptitud forestal de los territorios comunales, existen otros recursos sobre los cuales el Estado tampoco les reconoce propiedad a los pueblos indígenas y ni siquiera uso exclusivo. Es el caso de los cuerpos de agua, que el Estado arbitrariamente puede otorgar bajo contrato de pesca a terceros, a pesar de constituir una fuerte principal de abastecimiento de alimentos para la gente, en especial, en la selva baja. Peor incluso, el solo hecho de no reconocer a las comunidades indígenas dominio sobre los cuerpos de agua determina que cualquier persona aproveche de cualquier manera sus recursos sin siquiera contar con un contrato. La lógica es: “Si es del Estado no es tuyo y yo lo puedo usar”. Exactamente lo mismo pasa con las franjas fiscales a las márgenes de los ríos o a lo largo de las carreteras. Los invasores alegan que se trata de zonas que no son de las comunidades vecinas, sino del Estado y por tanto las pueden ocupar. Como el Estado no tiene ninguna capacidad de cuidarlas, el resultado es que cualquiera las invade.
El Estado también se reserva para sí la propiedad de los recursos mineros, sean éstos de superficie (placeres auríferos) o de profundidad, entre los cuales los hidrocarburos, por ser los más ubicuos y generadores de impactos negativos, son los que más problemas causan en los territorios indígenas. Actualmente alrededor del 74% la región amazónica peruana está dividida en lotes que se encuentran en diversa situación (negociación, prospección, explotación). Sólo han escapado a esta dinámica las áreas naturales de protección estricta (parques, santuarios nacionales y santuarios históricos), aunque el actual gobierno hizo intentos, hace dos años, de mutilar la extensión del PN Bahuaja Sonene (Madre de Dios) con la finalidad de incluir el recorte dentro de un lote para explotación de hidrocarburos. Las protestas de la sociedad civil, en especial de ONG ambientalistas, lograron frenar el intento. Otra ANP de protección estricta amenazada es el santuario nacional de Megantoni (río Urubamba), por donde el actual gobierno planea atravesar un gasoducto.
¿Cómo debería ser derecho territorial de acuerdo a las leyes?
Frente a la posición de algunos, como Hernando De Soto quien afirma que los títulos de las comunidades indígenas no tienen ninguna validez ya que no son más que papeles, he opinado varias veces que no hay propiedad más protegida legalmente que la de los indígenas en el Perú. Otro asunto es que el Estado no le dé protección institucional efectiva a ese derecho.
Los derechos de las comunidades indígenas, el territorial y otros, no sólo están protegidos por leyes nacionales sino también por una serie de normas internacionales, en especial, las dos referidas a pueblos indígenas.
Una característica de la propiedad de las comunidades nativas (y también de las campesinas) en el Perú es que ésta es anterior al título. El título es así un instrumento que sólo formaliza un derecho pero que no lo crea, porque ellas ya lo tienen. Esto lo expresa el Art. 10 de la ley de comunidades nativas que declara:
“El Estado garantiza la integridad de la propiedad territorial de las Comunidades Nativas; levantará el catastro correspondiente y les otorgará títulos de propiedad”. El Estado entonces no les entrega una propiedad que no tienen sino que les reconoce la que ya tienen. Por esta razón, la ley de comunidades nativas establece la diferencia entre titular tierras de comunidades nativas, en el sentido de reconocerles la propiedad preexistente; y adjudicar tierras, es decir, entregar tierras públicas a colonos y otros particulares que recién se convierten en propietarios al recibirlas.
Sobre la propiedad, el Convenio 169 afirma el mismo principio cuando establece: “Deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan” (Art. 14º). Una vez más se habla de reconocer su propiedad, lo que quiere decir que ya los pueblos indígenas son propietarios y que lo que debe hacer el Estado es formalizar esta condición.
La inclusión de los derechos de los pueblos indígenas en el sistema de Naciones Unidas hace que ellos cuenten con tribunales internacionales para su protección, como son la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que funciona en Washington; y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que funciona en San José, Costa Rica. Más aun, las sentencias de la Corte, que son definitivas e inapelables según el Artículo 67º de la Convención Americana, no sólo son vinculantes para el Estado contra el que se ejerce la demanda sino para el resto de los Estados que forman parte de la OEA y que han aceptado la jurisdicción de la Corte.
Cito sólo algunos ejemplos en el que la Corte reafirma el carácter ancestral de la propiedad indígena. En la sentencia del caso Comunidades Mayas vs Guatemala, la Corte sostuvo que “los pueblos indígenas tienen derechos colectivos de propiedad sobre sus tierras tradicionales y recursos bajo el derecho internacional de los derechos humanos; sin importar si éstos son o no reconocidos en el derecho doméstico”.
En el caso Awas Tigni vs Nicaragua la CIDH se refirió a la falta de título, frecuentemente alegada por el Estado o por terceros para violar el derecho de propiedad territorial de los pueblos indígenas. La Corte enfatizó que más que un problema del pueblo indígena, la falta de títulos indica una violación estatal por omisión porque: “2) la posesión tradicional otorga a los indígenas el derecho a exigir el reconocimiento oficial de propiedad y su registro”. De esta manera, la Corte desecha la idea de declarar terra nulliusaquellas tierras indígenas que aún no fueron tituladas, y el hacerlo lo califica de violación del derecho de propiedad.
Cito para finalizar esta parte del actual documento lo que señala el Convenio sobre las características que debe tener el territorio indígena: “La utilización del término «tierras» en los artículos 15 y 16 deberá incluir el concepto de territorios, lo que cubre la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera”. (Art. 13º, 2)
¿Cuáles son las amenazas que encierran las leyes y las políticas actuales?
Durante el gobierno del presidente Fujimori no sólo los bosques comunales sino las comunidades mismas comenzaron a ser el objetivo por destruir. La llamada “ley de tierras” (DL Nº 26505, promulgado en julio de 1995
) fue la primera norma que apuntó frontalmente en esa dirección. Sin plantearse como contradicción que apenas un año antes el Convenio 169 que él mismo había aprobado hubiese entrado en vigencia, el gobierno decretó esa ley que promueve la disolución de las comunidades indígenas. La puntería de la ley se dirigió, en un primer momento, hacia las comunidades de la costa norte, asentadas en tierras fértiles y con infraestructura de riego, ambicionadas por empresas agro exportadora.
La estrategia general de dicha ley consiste en fraccionar la propiedad comunal, para lo cual el primer paso es modificar su estructura organizativa. Se busca que las comunidades, de ser instituciones basadas en un modelo asociativo definido por sus vínculos ancestrales con su territorio, se conviertan en sociedades de personas, en empresas
(Arts. 8-10), en las que cada socio pueda disponer individualmente de la parte del patrimonio que le corresponde. Cambiando su carácter para que no se basen más en cuestiones de naturaleza étnica ni social, sino en una lógica en la que primen las cuestiones productivo-empresariales, se conseguirá debilitar la organización social de las comunidades e individualizar la participación de los “socios” (antes comuneros) en la “unidad productora”.
Llegado ese momento, la ley plantea cambios importantes relacionados con el régimen de tenencia de tierras y dictamina que los socios podrán “…disponer, gravar, arrendar o ejercer cualquier otro acto sobre las tierras comunales de la Sierra o Selva [contando con el] acuerdo de la Asamblea General con el voto conforme de no menos de los dos tercios de todos los miembros de la Comunidad” (Art. 11º).
En 2007, el gobierno del presidente Alan García promulgó una serie de decretos legislativos al amparo de facultades especiales que el Ejecutivo había recibido del Congreso, con la finalidad (así lo declararon) de facilitar la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio suscrito con los Estados Unidos. Muchos de estos decretos, que en total sumaban 104, contenían propuestas que poco tiempo antes habían sido rechazadas por gobiernos regionales, organizaciones de base y, algunas, por las propias comisiones legislativas del Congreso. Un número importante de ellos pretendía vulnerar los derechos reconocidos por la legislación nacional e internacional a las comunidades indígenas, con el fin de apoyar intereses de grandes empresas. Entre otras cosas, en esos decretos se anulaba el proceso de consulta para suscripción de contratos petroleros y mineros en lotes ubicados en territorios comunales; se rebajaba el quórum de la asamblea, de dos tercios al 50%, para la disolución de comunidades y la venta de sus tierras a terceros; se permitía la privatización de los suelos forestales y el cambio de su uso a agrícolas, en caso de proyectos que fuesen declarados “de interés nacional” (el objetivo subyacente era apoyar plantaciones para biocombustibles); se determinaba la expropiación de terrenos comunales usados para servicios públicos; se declaraba como propiedad del Estado todas las tierras eriazas no tituladas, aunque estuviesen poseídas y fuesen pretendidas por comunidades indígenas u otros pobladores locales; y se permitía que invasores con cuatro años de establecidos se apropiasen de tierras comunales, con lo cual se anulaba la garantía constitucional que otorga carácter imprescriptible a la propiedad territorial de las comunidades. Por último, todos estos decretos tenían defectos formales que los hacían inconstitucionales por el hecho de no haber sido consultados y de legislar, algunos de ellos, sobre temas no permitidos mediante el procedimiento excepcional de delegación de funciones legislativas al Ejecutivo.
La idea detrás de estas leyes orientadas a menoscabar los derechos de las comunidades nativas y campesinas del país, había sido expresada por el presidente Alan García en tres artículos de su autoría, escritos bajo lema general del refrán del “perro del hortelano”. Indígenas, campesinos y colonos son para él como esos perros “que no comen ni dejan comer”, en el sentido de que acaparan extensas propiedades, pero no las hacen producir. La propuesta del presidente era entonces que ellos vendiesen sus tierras a empresarios hábiles, con capital y tecnología suficiente para que las hiciesen producir, y que con los ingresos que recibiesen de dicha venta invirtieran en negocios, construyeran empresas o los gastaran como quisieran para convertirse luego en mano de obra de los nuevos predios que se constituyesen a partir de sus antiguos territorios parcelados. Este planteamiento ha sido objeto de masivos rechazos por parte de la mayoría de organizaciones indígenas.
Bibliografía
Berlin, Brent
1979 “Bases empíricas de la cosmología botánica aguaruna”, en Alberto Chirif (compilador),Etnicidad y Ecología. CIPA. Lima.
Chaumeil, Jean Pierre
1978 "Los mellizos y la lupuna (mitologia yagua)", en Amazonia peruana 2 (3), 159-184.
1984 “De un espacio mítico a un territorio legal o la evolución de la noción de frontera en el noreste peruano”, En Amazonía Indígena. Año 4, N° 8.
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