Los dones que el juglar recibía eran muy diversos, según la calidad del público que los otorgaba.
Los Reyes recompensaban a veces al juglar con casas y heredades; pongamos como ejemplo el don que hace Carlos el Noble de Navarra, en 13 de agosto de 1417, con un elogio al arte de su juglar: Considerando los buenos e agradables servicios que nuestro amado Drsua, juglar, a fecho a Nos e a la Reina nuestra fija primogénita, otórgale el Rey 90 florines de oro en ayuda de comprar una casa en Pamplona para su morada.
Los Reyes concedían también rentas públicas: Sancho IV de Castilla, en 1284, favorece a un juglar con el arrendamiento de la tahurería o casa de juego de Badajoz, y Alfonso V de Aragón, en 1417, da a su fiel ministril de cuerda Eduardo de Vallseca el oficio de medidor del vino que se vendía en las plazas de Barcelona, cargo que tenía anejos buenos emolumentos y derechos, o bien en 1421 hace a Rodrigo de la Guitarra cónsul de los castellanos en Palermo. Aun más, Costana, cantor y poeta de la Corte de la Reina Católica, según una anécdota de Melchor de Santa Cruz, aspiraba nada menos que a la alcaidía de una fortaleza; ésta se llamaba Rabé, cerca de Burgos, y como no llevaba trazas de conseguirla, declaró la que ahora se llama huelga de brazos caídos, dejando de cantar; extrañada la Reina Isabel, preguntó un día: ¿Por qué no canta Costana?; a lo que respondió un Comendador: Señora, ha jurado de no cantar sin rabé.
Los Reyes concedían también franquezas y exenciones de todas clases a los juglares: a los de su palacio les eximían de tributos y derramas reales o concejiles, a los extraños los favorecían frecuentemente con recomendaciones y protección especial. Si el carácter pendenciero o la índole maldiciente y deslenguada, que a menudo revestía el arte juglaresco, arrastraban a un juglar ante los tribunales, allí vemos llegar una carta del Rey ordenando la rápida tramitación del pleito o rebajando la pena impuesta.
Pero la soldada o recompensa que el juglar obtenía ordinariamente de su público, noble o plebeyo, consistía por lo común en dinero, víveres, ropas u otros objetos.
Innumerables veces los libros de cuentas de los antiguos palacios registran donativos de florines, libras o ducados hechos a los juglares. No entramos en pormenores; basta¡ recordar algunas leyes suntuarias, limitando a cien maravedís, o a tres y medio solamente, el don que el Rey de Portugal o el concejo de Madrid podían hacer en el siglo XIII al juglar o segrer que viene de otras tierras viajando a caballo.
Los víveres eran también paga frecuente. El juglar portugués Lourenco servía a su trovador pola cevada e polo bever, y los juglares del Rey de Navarra cobraban anualmente 30 cahices de trigo, o 15 cahices con 40 libras. El trigo era, además, un don habitual. El Rey navarro Carlos II ordenaba en Pamplona, el 8 de julio de 1365: A Bonafós, judío juglar, dedes et paguedes luego coatro kafices de trigo, mesura de Pomplona, los quoales Nos, de gracia special, le avemos dado a present, para provision de su casa, y menciono particularmente este donativo porque se conserva recibo de él expedido por Bonafós, sellado con el sello de placa propio del juglar, curioso espécimen sigilográfico. Vemos que estos donativos eran importantes: hasta 400 fanegas esperaba Juan Poeta en don del Arzobispo de Toledo; mas esto era pura ilusión del juglar, según las burlas de los poetas coetáneos.
También era don muy común el convite a la comida diaria, con la cual se podía dar por contento el juglar viajero. El señor, no sólo acogía, sino que buscaba al juglar errante, para disfrutar de alegre conversación durante la comida y gozar de sabroso canto al levantar los manteles; si el agrado era completo, el juglar recibía, además, dones; pero si su trato era aburrido, cosechaba sólo burlas sobre lo mal que rascaba el citolón. El infanzón ostentoso, al convidar a juglares y segreres, buscaba, además, que alabasen públicamente su comida; mas no era siempre fácil agradar a estos parásitos que, en vez de alabanzas, escribían con mucho más gusto cántigas de escarnio, maldiciendo la avara escasez con que habían sido obsequiados. Claro es que esta desagradecida malevolencia era propia de los juglares cortesanos; los humildes cantores del pueblo, aunque se elevasen en su canto hasta las alturas del Poema del Cid, se contentaban con pedir vino a los oyentes, rogándoles que si no tenían dinero en el bolsillo para pagar al tabernero, empeñasen alguna prenda.
De otras clases de dones tenemos noticia. En el Raoul de Cambrai presenciamos el entusiasmo de dos escuderos que, oyendo cantar admirablemente a un juglar, se disponen a darle el caballo o la mula. Otra escena singular nos presenta cierta crónica alemana, con ocasión de un banquete imperial del año 1356: los magnates van llegando a caballo hasta la mesa del festín y, al apearse, regalan la bestia a los juglares.
Viniendo a España, es frecuente que los libros de cuentas de nuestros Reyes registren el donativo de una cabalgadura para el juglar o el ministril. Bien se comprende la importancia que tal regalo tenía para estos seres viajeros, y más cuando el juglar que andaba a caballo era reputado merecedor de dones más ricos. Los Reyes y los grandes señores, como don Lope Díaz de Raro, daban, no sólo caballos, sino también armas y arneses; las biografías de los juglares y trovadores provenzales que viajaban por la península nos informan cómo eran regalados por los Reyes y magnates con caballos, palafrenes, armas y ropas; por su parte, las Cántigas de Alfonso el Sabio hablan de un juglar remedador a quien sus oyentes daban muchos paños, sillas y frenos, y, según la Tercera Cr6nica General, el Cid en las bodas de sus hijas repartió entre los juglares paños e sillas e guarnimientos nobre.
Esos paños, o sea ropas de vestir, eran acaso el don más habitual. Cuando los oyentes querían pagar bien el canto de un juglar, arrojaban sus mantos a los pies del cantor, el cual pasaba apuros para cargar con tanta ropa, según un pasaje del Huon de Bardeaux. En España, las cuentas de los palacios mencionan a menudo los vestidos dados a los juglares; el tabardo, llamado cancillerescamente epitogium, el jubón, la saya, las varas o codos de paño necesarios para hacer estas prendas, las peñas o forraduras para adornarlas y darles abrigo. También los poetas gallego-portugueses hablan de los paños o ropas dadas en don a los juglares y segreres. La brillantez de una fiesta se caracterizaba, sobre todo, por la abundancia y riqueza de semejantes regalos: el Alexandre, para ponderar lo espléndidas que fueron las bodas del Rey con Rasena, hace notar que eran grandes e muchas las donas e los dones non querien los jograres cendales nen ciclatones. (Alex., 1798).
De igual modo, el lujo admirable desplegado en las fiestas nupciales del vizconde Galeazo de Milán con Beatriz de Este, el 24 de junio de 1300, pormenorízalo su cronista con sólo decir que toda Lombardía fue alli convidada y que se regalaron a los juglares más de siete mil vestidos buenos.
Cuando la coronación de Alfonso IV de Aragón, celebrada en Zaragoza, el año 1328, el cronista Muntaner, presente alli como comisionado de la ciudad de Valencia, refiere varios donativos de esta clase: él y los otros cinco comisionados de su ciudad dieron cada uno en la Corte vestiduras de brocado de oro y otros paños a los juglares; los 256 caballeros noveles que aquel día se armaron y que iban todos vestidos con brocados de oro y peñas veras, dieron esas vestiduras a los juglares, poniéndose luego otras de grana; en fin, el infante don Pedro, durante la comida de que luego hablaremos, mudó varios trajes riquísimos, dando cada uno a un juglar.
También el condestable Miguel Lucas, al festejar sus bodas en Jaén, el año 1461, se portó pródigamente con la multitud de ministriles, truhanes y trovadores que alli concurrieron: quien podría anumerar, dice el cronista, las merzedes y dádivas de jubones de seda e ropas de finos paños y dineros y otras cosas que les mandó dar? que no paresda sino que habían entrado algun lugar de enemigos y lo habían puesto a sacomano, asi iva cada uno cargado; ca no solamente las ropas y jubones de brocado y de seda que de antes para tal fiesta estaban ordenadas y fechas, mas aun en tanto que las fiestas duraron, nada otra cosa fazian de noche y de dia diez o doze sastres y obreros, sino cortar y coser, así para unos y a otros, como para se vestir los dichos señores Condestables y Condesa cada dia de nueva manera: tanto que los sastres quedaron medio locos del poco dormir.
Ante tanta prodigalidad, los moralistas, desde comienzos de la Edad Media, se indignaban, repitiendo las censuras de San Agustín: dar a los histriones era sacrificar al demonio; enriquecer a los juglares era hacerse cómplice de sus vicios y de sus pecados públicos. También los trovadores eran enemigos de la ganancia del juglar, aunque no movidos por caridad, sino acaso por envidia, como Villasandino, cuando, haciéndose eco de los predicadores, decía a los cortesanos de Juan II que regalar ropas al Judío Davlhuelo era caer en excomunión; o como Montoro, empeñándose en que la Reina Católica y el Cabildo de Córdoba declarasen que si daban dinero a Juan de Valladolid no era por lo que éste tuviese de poeta, sino por lo que tenía de pobre. Pero ni sermones, ni sátiras, ni leyes suntuarias servían para mucho: la prodigalidad ostentosa era una arraigadísima vanidad señorial, y el pueblo, lo mismo que los señores, sentía apasionada inclinación por el canto de los juglares y no escatimaba la soldada.
El juglar, favorecido así por su público, ganaba bastante para mantener criados a su servicio; lo mismo la soldadera. Es muy común en las biografías provenzales el hecho de que un solo señor dotase de todo su ajuar a un juglar que le caía en gracia. Y había ganancia para todos, pues hasta el gallego-portugués Martín Galo, a quien se podía pagar para que callase, tenía la suerte de encontrar torpes que estimaban su canto y le daban caballo, buen vestido y capa aguadera.
Los dones recibidos se vendían para reducirlos a dinero, y esto aun cuando el donante, por su gran tacañería, como García López de Alfaro, no diese sino vestidos muy usados, para los cuales era difícil hallar comprador.
A veces, las riquezas del juglar caminante eran capaces de excitar la codicia de un Rey de Navarra o de un caballero catalán, que mandaban salteadores al camino para desvalijar al cantor. Pero un juglar, para perder sus ganancias, no necesitaba caer en la ocasión desgraciada de tropezar con bandoleros; tenía bastante a cada momento con el burdel, la taberna y la tahurería; por estos vicios, Reculaire andaba tan pobre que si le salteaban ladrones le darían limosna en vez de robarle, y Alfonso Eáñez de Cotón arrastró miserable vida y acabó con desastrada muerte, compadecida por Alfonso el Sabio. Víctimas de esos vicios, muchos, tras una mocedad gananciosa, alegre y sin cuidados, acababan pobremente, si no eran acogidos por caridad, como Guillermo Magret, en una casa del Hospital en tierra de Carneros.
Acordándose de estos tales decía el refrán: A la ramera y al juglar a la vejez les viene el mal. Pero, claro es, había otros muchos que administraban bien sus ingresos y compraban casas, como el portugués Lourenco en Castilla; poseían heredades o viviendas, como la Balteira en Coruña, doña Teresa en Santarén, Fernán Pérez en Mondoñedo, Ferrand en Sevilla, y acababan la vida fundando piadosos aniversarios por su alma, como Mayor Pérez, la cantadera de Lugo.
Los juglares ejercían sus artes recreativas en todos los momentos de esparcimiento que la vida exige, ora en los habituales, ora en los extraordinarios.
Los hallamos, por ejemplo, en los grandes banquetes: a cada plato que se servía los juglares tañían y cantaban, obteniendo ricos dones cada vez. Los pormenores eran variadísimos, según la fantasía de los organizadores de cada fiesta. En las bodas de Roberto de Artois (1227), unos ministriles, cabalgando sobre dos bueyes cubiertos de escarlata, tocaban la trompa a cada uno de los platos que se ponía en la mesa del Rey. Para la gran comida palatina con que se celebró la coronación de Alfonso IV de Aragón, en Zaragoza (1328), el infante don Pedro quiso ser el mayordomo de su regio hermano, sirviendo la mesa del Rey: el infante, acompañado de dos nobles, traía cada manjar, cantando una danza nueva que él había compuesto, y todos los demás que traían los manjares le respondían; acabada la dailza, el infante, después que presentaba al Rey los platos y hacía su reverencia, se quitaba el manto y el jubón de brocado que vestía, adornado con pieles de armiño y muchas perlas, y lo daba a un juglar, vistiéndose en seguida otras ropas lujosas que le tenían preparadas; y a cada nuevo manjar que se servía (y se sirvieron diez, según nos cuenta Muntaner), decía el infante una danza nueva que él había hecho y daba sus ropas a un juglar.
Igualmente en Jaén, en el banquete que con ocasión de sus bodas dió el condestable Miguel Lucas (1461), al tiempo que cada manjar o potaje entraba en la sala, no había persona que no estuviese atronado del continuo zombido de los muchos trompetas y atavales, tamborines, panderos e chiremías, vozes y gritos de locos truanes; lo mismo en otras comidas solemnes, cada manjar y la copa eran traídos a la mesa con música; por ejemplo, en la cena de las bodas de Fernán Lucas, primo del Condestable (1470, en Andújar), los ministriles actuaban sonando a tiempos unas vezes las chirimías y otras el clavecimbalo, otras veces muy buenos cantores que alli estaban, posando muy buenas canciones y desechas.
Pero nos importa hacer notar que el espectáculo juglaresco no tenía sólo cabida en los grandes banquetes. Los juglares asalariados y los errantes que llegaban de cualquier parte, asistían a la comida ordinaria, lo mismo de los Reyes que de los infanzones, tocando al comienzo y al fin de ella; era indigno de un príncipe el cerrar la puerta a cualquier juglar que llegase a la hora de comer. Por otra parte, tan necesario se consideraba el juglar en el siglo XIII, que al podestá de las ciudades italianas, a ese extranjero investido del supremo poder y siempre recelado, se le prohibía tener amigos en la ciudad, se le vedaba hasta tener comensales a su mesa, exceptis jocularibus.
En los mejores tiempos, los juglares cantaban especialmente gestas y hechos de armas, durante la comida de los caballeros, como los cytharistas y scopas en la mesa de los señores bárbaros en la primera mitad de la Edad Media; mas por último sólo tañían instrumentos; pero juglares no podían faltar, y así lo entiende el Arcipreste de Hita cuando se imagina que
estava don Carnal ricamente assentado,
a mesa mucho farta, en un rico estrado,
delante sus juglares, commo omne onrrado:
desas muchas viandas era bien abastado
(1095).
La comida de un señor podía achicarse hasta quedar reducida a la menor parvedad, pero los juglares o ministriles tenían que estar presentes para mantener la dignidad señorial.
La asistencia del juglar a las bodas era casi tan indispensable como la del cura; así lo entendía el Arcipreste de Hita cuando escribía: andan de boda en boda clérigos e juglares, y así lo entendían muchos más, cuando los moros de Tortosa tuvieron que ser amparados por el Rey de Aragón para desterrar el abuso de verse obligados a aceptar en sus bodas a un juglar o a una cantadera, aunque no lo tuviesen a voluntad. En las bodas más solemnes los juglares eran muchos, innumerables.
Una de tantas leyes que ponían cortapisas a la afición popular nos informa que también los bautizos traían derroche de juglares; las Cortes de Alcalá, año 1348, disponen que al batear del fijo o de la fija de cualquier que sea, que non aya íestromentos nin trompas ..., salvo a los fijos de los ricos omes que puedan tañer trompas e levar dos cirios delante, de sendas libras. El arte juglaresco toma así cierto carácter de privilegio señorial.
En otras fiestas más propiamente religiosas los juglares tomaban también mucha parte: la música y los cánticos sagrados corrían de su cuenta.
El juglar verdaderamente devoto se halla figurado en san Francisco, cuando decía que él y sus hermanos eran joculatores Domini que debían alegrar al pueblo con la predicación; en los momentos de mayor arrobamiento, el santo fingía manejar el arco de la vihuela y cantaba ante los fieles que le rodeaban. De igual modo, sus frailes se ajuglaraban, convocando las turbas al son de la trompeta y entonando piadosas laudes. Fray Pacífico, cuando acababa de cantar, decía: Nosotros somos juglares del Señor, y os pedimos por soldada que os deis a verdadera penitencia. Este espíritu franciscano era general. Por los años en que moría San Francisco (1226), nuestro Berceo se llamaba juglar de santo Domingo, y adelante veremos una canción religiosa española con el estribillo de los juglares callejeros. Agora es tiempo de ganar buena soldada.
Pero el juglar religioso no era siempre devoto, sino que se descarriaba a menudo en muchas profanidades. Don Juan Manuel lamenta que en las vigilias de los santos los fieles reunidos en los santuarios no pasen la noche en oración, sino en algazara: alli se dicen cantares et se tañen estrumentos et se fablan palabras et se ponen posturas que son todas al contrario de aquello para que las vigilias fueron ordenadas; hasta se llevaban al templo juglares moros y judíos con gran escándalo de los espíritus verdaderamente piadosos.
Para las procesiones y para cualquier otra fiesta de iglesia los juglares eran muy buscados, y los vemos a veces favorecidos extremosamente: en cierta solemnidad del priorato inglés de Maxtoke, en 1441, mientras los clérigos percibieron sólo 2 chelines, los ministriles cobraron 4, y, para más distinción, comieron con el prior en la gran camara picta del monasterio. ¡Cuántas veces no se repetiría en España esta irritante preferencia, antes que Calderón versificase el cuento del tamborilero de la fiesta mejor pagado y atendido que el fraile predicador!
Los juglares también acompañaban a los señores y a las damas en sus viajes, para cantar durante el camino y en las estadas. Cuando el infante aragonés Pedro (que después fue Pedro III el Grande) sale de Valencia para Toledo a ver a su cuñado Alfonso el Sabio, en abril de 1269, lleva consigo al trovador Cerverí de Gerona, y en su numeroso séquito figuraban, no sólo monteros con perros y halcones, sino juglares, algunos de los cuales eran sarracenos, pues en los libros del gasto diario se registran buenas pagas als moros trombadors et als moros juglars; con toda esta comitiva anduvo el infante por Cuenca, Ocaña, Yepes, Toledo Sopetrán (en Guadalajara), para volver por Almazán a Aragón. Lo mismo el Rey de Aragón, Jaime II, o su hermano don Pedro, el Rey castellano Sancho IV o los infantes o ricos hombres de Castilla, en sus viajes llevaban consigo juglares, juglaresas y soldaderas. Llevaban más soldaderas que juglares, según veremos. Ahora sólo citaré un caso: cuando el Rey castellano Fernando IV envió a su tío el infante don Juan para negociar con el Rey de Aragón, Jaime II, al volverse don Juan a Castilla, después de las vistas de Calatayud, el 13 de marzo de 1304, reciben don del Rey aragonés las siguientes personas del séquito del infante: Miguel, juglar del infante de Castilla; Martinejo, juglar albardán del mismo infante; Mahomat, trompero; Pero Garcia y Ferrand, juglares del Rey Fernando IV; cinco soldaderas de a caballo y ocho de a pie, alguna con nombre gallego, como María Páez; en fin, un Matheuelo, pariente del Rey, juglar alvardán, que ostenta un parentesco humorístico permitido a la osadía bufonesca hasta en las Cortes del renacimiento. Considérese el lujo de estos viajes pensando en un gran señor de hoy que viajase llevando en su séquito toda una compañía dramática.
Eran también indispensables los juglares en la hueste o en la armada para tocar las trompas y los tambores. Pero es de notar que cuando se armaba la flota de Sancho IV para Tarifa, en 1294, no sólo se pagaban tromperos a quienes se remunera porque ayudaron a meter una galea en el río, sino que, además, se sostenía con cargo a la marina el enano García Yáñez y su mujer. Veremos juglares occitánicos ir a la guerra de Murcia con Jaime el Conquistador; el juglar provenzal, sobre todo en los primeros tiempos, asociaba frecuentemente su oficio al de soldadier o mercenario en las huestes; veremos juglares y segreres gallegos ejercitar su poesía lírica en las campañas de san Fernando por las fronteras andaluzas, y veremos cómo sin duda los juglares castellanos cantaban gestas en los ejércitos de Alfonso VII, para esforzar el ánimo de las gentes de armas.
En el siglo XIII fray Salimbene nos asegura cuán general era la costumbre, cuando dice que una hueste que va sobre Parma no cantando, sino en silencio gemebundo, parecía que venía derrotada de la guerra. Del siglo XIV también tenemos documentos de cómo los juglares y ministriles acompañaban a las expediciones militares para entretener las marchas y las estadas.
Cuánta importancia tenían en los campamentos los juglares échase de ver por el número de éstos que obtienen una parte en los repartos de las conquistas de Mallorca, de Valencia o de Sevilla. El juglar empleaba también a veces su canto en mensajes de guerra. Cuenta Muntaner que cuando el conde Galcerán socorrió a Mesina, haciendo que el duque Roberto levantase el sitio y se embarcase, los del conde Galcerán enviaron tras los sitiadores huídos un juglar con coplas, para provocarles a que volviesen a Mesina, pues les dejarían desembarcar por tener el gusto de combatir después con ellos.
El juglar acude también a mitigar los sufrimientos de un enfermo. Es costumbre atestiguada en otras literaturas que los juglares cantando o leyendo se sienten junto al lecho de los dolientes y de los heridos. En nuestro Apolonio, después que Tarsiana, hecha juglaresa, toca su vihuela en el mercado y con su canto solaza maravillosamente al pueblo allí reunido, la buscan para ver si sana el perdurable abatimiento de Apolonio, pues no saben ya que hacerse si ella non le saca del coracón la quexa. Mas un siglo despúés, el Arcipreste de Hita se muestra escéptico respecto a la virtud médica de la juglaría, ¿quién puede sanar al enamorado sino doña Endrina, la del cuello de garza?
Ella sanar me puede, e non las cantaderas.
Las más dulces impresiones artísticas, piensa él, no producen sino un alivio pasajero, o acaso aumentan la melancolía:
si le conortan, no lo sanan al doliente los joglares,
el dolor crece e non mengua oyendo dulces cantares.
Pero la costumbre de asistir a los enfermos con juglares persistió, y en el siglo XV el pedigüeño trovador Juan Alfonso de Baena, hallándose el condestable don Alvaro de Luna ausente y agobiado por la cuartana, le envía consejos salutíferos, entre los cuales es principal el de que escuche a juglares ... y les dé abundantes dones, volviendo a los recreos de la Corte en presencia del Rey don Juan:
Señor, lo tercero e mas provechoso
es que non tomedes ningunos pesares
mas muchos plazeres, oyendo juglares
con gesto riente, gentil, deleitoso:
a todos muy franco, cortés, gasajoso,
algunas vegadas cantando, tañiendo,
con lindos fidalgos folgando e riendo
mirando su vista de Rey tan gracioso.
(C. Baena, 463a)
De igual modo Alfonso Alvarez de Villasandino, al ver a don Juan Hurtado de Mendoza enfermo, le aconseja que, para aliviar penas, escuche el canto de los juglares o mire bailar a la mujer del trompeta.
El juglar con su deleitoso arte hace que la literatura y la música alcancen los más excelsos beneficios a los hombres, arrancando la tristeza del corazón herido, disipando la melancolía del ánimo fatigado por los negocios. San Fernando, Alfonso el Sabio, Jaime II de Mallorca o Pedro IV de Aragón los llegan a juzgar indispensables para una vida ordenada. Pero los juglares eran seres contradictorios, medio ángeles, medio diablos, y ni aun en su época de más esplendor, en el siglo XIII, acallaron la mala opinión que acerca de ellos habían asentado los legisladores romanos y los padres de la iglesia.
Contrastando con el aprecio que vemos hacer del noble arte juglaresco en las Siete Partidas, hallamos en el mismo código una insistente declaración de infamia lanzada sobre la persona del juglar. Al lado de los alcahuetes, usureros, perjuros y gente peor, son puestos tados los histriones: otrosí son en fama dos los juglares et los remedadores et los facedores de los zaharrones, que públicamente cantan o bailan o facen juegos por precio que les den: et esto es porque se envilecen ante todos por aquello que les dan. Mas los que tanxiesen estrumentos o cantasen por solazar a sí mismos, o por facer placer a sus amigos o dar alegría a los Reyes o a los otros señores, non seríen por ende enfamados. Esta ley excluye de la nota de infamia a los que cantan y tañen para divertir a un Rey o a un señor, pero a ésos no les da el nombre de juglares, por donde vemos cuán alejadas quedan las Partidas del uso que refleja Giraldo Riquier cuando, dentro de la misma Corte del Rey Sabio, nos dice que en Castilla el nombre de juglar se mantiene con más dignidad que en Provenza y se aplica restrictivamente al que divierte a una Corte de pro.
Otras varias leyes de las Partidas insisten en declarar infames a los juglares y a las juglaresas, sin distinción ni salvedad alguna, y la explicación de esto es que nuestro código no hace aquí sino traducir disposiciones del derecho romano o canónico, sin preocuparse de la actualidad castellana. La misma rígida doctrina, y también hemos de suponer que sin atender a la realidad, exponía el jurista de Bolonia, Odofredo (m. 1265), teniendo por infames ipso jure a los juglares que por dinero hacen juegos públicos y a los ciegos que en la plaza de Bolonia cantaban de Roldán y de Oliveros.
Algo semejante al caso de las Partidas podemos ver en las Constituciones de Jaime I de Aragón, promulgadas en Tarragona el año 1235, cuando prohiben al juglar, a la juglaresa y a la soldadera, la que lo es o lo haya sido, sentarse a la mesa y al mantel de un caballero o de una dueña, yacer bajo el mismo techo con una dueña, o besar a alguno de los dichos.
No es de suponer que estas Constituciones fuesen muy observadas en Aragón, cuando sabemos que pocos años después, en Portugal, la soldadera iba a menudo convidada a comer al palacio del Rey.
En el siglo siguiente a estas disposiciones de Jaime de Aragón y Alfonso de Castilla, podemos citar, respecto de Portugal, al obispo de Silves, Alvaro Peláez, que, entre 1335 y 1340, escribía su De Planctu Ecclesiae y enumeraba entre los miembros corrompidos de la Iglesia a los mimos, juglares, bufones, trasechadores, tornatrices, etc.
Es muy cierto que el juglar se nos presenta a menudo como un tipo socialmente degradado: aun entre los juglares de Corte los veremos hombres de taberna, de tahurería, de burdel, capaces de recibir en sí todos los peores insultos. Su arte estaría, por lo común, a la altura de sus costumbres. Pero ¿podían ser todos así?
Sin duda que no. El mismo Alfonso X, en otra obra más personalmente suya que las Partidas, en el Septenario, hace resaltar entre las más dignas y virtuosas aficiones de su padre San Fernando, la de los juglares. Y por su parte, algunos moralistas del siglo XIII, más escrupulosos que los legisladores, se preocupaban de distinguir en la ilicitud de la juglaría. Santo Tomás de Aquino reconocía que, siendo necesarias las diversiones para la vida humana, el oficio del histrión, ordenado para solaz de los hombres, no es ilícito secundum se, ni el histrión peca, si usa moderadamente de sus juegos sin emplear dichos ni hechos indebidos.
Y como precisando casuísticamente estos principios, el obispo inglés Thomas de Cabham, en su Penitencial, escrito a fines del siglo XIII, distinguía los histriones en tres clases: unos, qué desfiguran su cuerpo con torpes saltos y torpes gestos, o desnudándose o disfrazándose con horribles máscaras, todos los cuales son condenables, si no abandonan su oficio; otros, también condenables, son los andariegos o scurrae vagi, que no hacen nada, pero no tienen domicilio fijo, sino que siguen las Cortes de los grandes y dicen denuestos e ignominias de los ausentes para agradar a los demás; en fin, hay otros, que se llaman juglares (qui dicuntur joculatores), los cuales cantan las gestas de los príncipes y las vidas de los santos, y dan solaz a los hombres en sus enfermedades y en sus cuitas, sin hacer las innúmeras torpezas de los saltimbanquis y las danzaderas, o de los que toman figuras deshonestas o hacen aparecer fantasmas por encantamiento o por otro modo; si no hacen nada de esto, sino que cantan al son de sus instrumentos las gestas de los príncipes y cosas semejantes, útiles para el solaz de los hombres, estos tales bien pueden ser permitidos, según dice el Papa Alejandro.
Más cuidadosamente que los jurisconsultos de Bolonia y que las Partidas, estos moralistas nos ponen en la realidad de las cosas. No podía ser confundido en infamia igual a la de cualquier saltimbanqui, remedador o cazurro desvergonzado, el juglar cuyas gestas se acogían para incluírlas en la Crónica General que el mismo Réy Sabio preparaba, o el que cantaba la poesía lírica de moda en las Cortes. Comprendiendo la juglaría personas dedicadas a propagar casi toda la literatura de entonces, no es posible que un personal tan complejo se compusiese todo de tipos depravados; al lado del mal juglar había el bueno, el digno de que el cielo hiciese por él milagros que el Rey Sabio había de trovar devotamente en sus Cántigas de Santa María.
Si en el siglo XII el juglar Palla era nombrado testamentario por todo un arzobispo de Santiago, no podemos suponer que tal juglar fuese miembro corrompido de la Iglesia y excomulgado, ni infame legalmente, ni siquiera envuelto en ese menosprecio social que pesó después sobre los cómicos.
Había, sin duda, alternando al lado de los caballeros de alta guisa, juglares de gran posición social, como ese juglar Palla y como el que se representa el Alexandre:
Un yoglar de grant guisa, sabia bien su mester,
ombre bien razonado que sabia bien leer,
su viola taniendo. vieno al Rey veer ...
O como don Armillo, el juglar de Burgos, si el don nobiliario que usaba no nos engaña en este caso; y había, claro es, muchos más juglares de clase baja, cuya infamia e inmoralidad, por lo demás, dependía de condiciones personales de cada uno; un cazurro hemos de encontrar en el siglo XV, que no puede darse hombre de más limpio corazón en medio de sus toscas cazurrias.
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