Leandro Santoro toma un cortadito de a sorbos en una mesa sobre la vereda de Pan y Arte (un multiespacio en Boedo donde conviven un bar y una sala de teatro independiente) y no pasa un minuto sin que algún transeúnte lo reconozca y mencione su nombre a distancia. Hay algo de eso que se ve sublimado especialmente entre les Fernández (Alberto , Cristina , Ofelia ): cierta manera de vincularse con sus bases electorales más jóvenes a través de códigos propios del rock como el culto a la selfie (foto-mata-autógrafo) o saludos que no tienen que ver tanto con la investidura política sino más bien con una empatía cultural. ¿Alguien se imagina a une pibe de 25 años saludando al por entonces presidente Eduardo Duhalde con un “choque los cinco” en 2002? Los tiempos cambiaron y, con ellos, los sentidos de verticalidad.

Desde las elecciones generales del 27 de octubre hasta la asunción presidencial del próximo martes 10 de diciembre transcurrió un mes y medio que pareció eterno, entre una transición espesa y la sobrenarración de un proceso que solo la Historia sabrá ubicar en espacios de lectura más definidos. No queda claro si Santoro fue el que mejor supo explicar todo esto, el que más apareció en los medios de comunicación, el que mejor rindió dentro del zoológico del panelismo televisivo, quien más habilidad demostró en el manejo de las redes sociales (combinando la sintaxis de Twitter con piezas audiovisuales en Instagram ) o, en verdad, un blend de todas estas habilidades.

En épocas de socialmedia, el like1 y la viralidad buscan competirle a los votos en el impacto público y discursivo, y así viene comprendiéndolo todo el espectro político, con ejemplos claros: tanto la troskista Myriam Bregman como el neoliberal José Espert lograron más followers en Twitter e Instagram que votos en los recientes comicios.


”El rock le dio contenido a la crítica de la sociedad de mercado”

Legislador porteño y docente de la facultad de Ciencias Sociales de la UBA, Santoro se define como un emergente de aquella juventud criada en la época donde el neoliberalismo ofrecía “dos fenómenos de resistencia”: el rock y el fútbol. “Ambos tenían lógicas gregarias frente a la mirada individualista y fragmentaria de la sociedad, y hubo un entendimiento entre esas dos culturas. Casi diría que, en algún punto, el rock le puso letra y contenido a la crítica a la forma de vida consumista que nos propone la sociedad de mercado, donde supuestamente uno tiene q estar todo el tiempo pensando en la productividad”, sostiene.

Además asegura que en su casa tiene varios cuadros políticos, pero el más grande es uno sobre el Indio Solari. En su raid de entrevistas post-PASO se destaca especialmente una en la que una periodista cuestionaba el ímpetu de Alberto Fernández en los debates presidenciales y Leandro respondió citando a otro Fernández: Piti, cantante de Las Pastillas del Abuelo. “No vaya a confundir la soberbia con la autoestima”, parafraseó. “Muchas de sus canciones tienen contenidos profundos y filosóficos, y eso lo hace no solo porque es un gran poeta sino también porque logró armar canciones que permiten ser utilizadas en la vida cotidiana. El rock, en términos de formación política, es tan importante como la teoría sociológica: te da herramientas para poder interpretar algunas cosas, para poder comunicar. Nos sirve para interpelar y también para interpelarnos.”

Pero hay otro andarivel que le permite a Santoro rozar sensibilidades jóvenes y sociales más allá del rock: su tarea docente en el ámbito de la Universidad de Buenos Aires, y especialmente en el programa UBA XXII destinado específicamente a cárceles. Primero estuvo en varias unidades de Ezeiza, luego en Marcos Paz, siempre con la materia Sociedad y Estado. Entre sus alumnos estuvieron Omar Chabán, los femicidas Eduardo Vázquez y Jorge Mangeri, e incluso genocidas como Alfredo Astiz o Juan Carlos Rolón. “Fue un momento fuerte, porque otros alumnos decidían abandonar las clases para no estar con algunos de ellos y entonces el propio Rolón vino a felicitarme por dar clases. Esa situación me rompió la cabeza. Finalmente la UBA se expresó al respecto y prohibió la asistencia de condenados por delitos de lesa humanidad.”

“Se nota mucho la descomposición social dentro del programa UBA XXII: la calidad académica es más baja y los pibes aprueban cada vez menos. Hay pérdida de interés y dispersión, agresividad y quilombos con los profesores”, dice Santoro, y lo sostendría cualquier docente: el aula es un reflejo de lo que sucede más allá de ella. “El año pasado tuve una situación difícil, la primera vez en mi vida, por un tipo que no se bancó que lo repruebe. Se me plantó diciendo que era un careta porque me hacía el simpático en la clase pero después lo bochaba. Trato de reproducir las condiciones de la calle intramuros. Tampoco soy súper exigente, porque hay que tener cierta flexibilidad y entender que les llegan más tarde los materiales, no tienen un lugar para leer y reflexionar, y deben estudiar en el medio del pabellón. Además el programa es quizás la única herramienta herramienta para insertarse en la sociedad.”

Antes de dar clases en la cárcel lo hiciste en la propia facultad, y ya entonces decías que notabas a los estudiantes apáticos de la realidad social…

--Sí, totalmente. ¡Es muy común encontrar estudiantes de Ciencias Políticas a los que no les interesa la política! Diría que la mayoría, y eso me sorprendió muchísimo. Las disciplinas sociales debieran tener un compromiso mucho más fuerte con la realidad, pero a veces eso está disociado. Hay como una suerte de narcisismo académico: “Estudio para mostrar que tengo conocimiento pero no para darlo” o “estudio para que me aplaudan”. Así esta la sociedad en casi todas las esferas. Es como ser solidario… ¡pero movido por el egoísmo!

También generaste un debate cuando twiteaste que Alejandro Dolina te parecía el intelectual más lúcido, a pesar de que no tenía ningún título de grado…

--Hay un debate importante en relación a esto. Soy un defensor de la educación formal, porque sirve y contribuye, pero es un error suponer que ahí se agota toda la educación, o que el titulo de grado certifica demasiadas cosas. La formación intelectual no está vinculada exclusivamente a los libros de la facultad.

¿No te lima la cabeza tener tanta actividad en el micromundo de las redes sociales?

--Sí, está mal. Tengo que salir. Pero todos los tweets que tiro son leídos por 200 mil personas, algunos incluso llegan al millón, y en un punto los tomo como pequeños virus a la Matrix. Sobre todo los que marcan una contradicción de algo. Y a veces lo uso también como focus group: tiro algo para ver cómo reacciona la gente. Es cierto que pierdo mucho tiempo en el celu, pero me pasa lo mismo que a muchos, incluso a mis hijas. No es que me quede enfrascado en discusiones sino que eso hace que le reste tiempo a otras actividades.

¿Y cómo hacés para abstraerte de la Matrix?

--Con mis hijas, los animales, la cancha o los asados con amigos. También escucho música como un mantra para poder pensar en otras cosas o que me saque de la rítmica y la armonía de la sociedad. Pero no puedo voluntariamente evitar pensar en política. En todo caso me pongo a leer, y ahí siento que soy otro tipo. Eso me permite meterme en la atmósfera o construir oraciones más precisas o interpretaciones más agudas. Pero si estoy en el quilombo de ir, venir, agarrar el celular, el tránsito, la boludez, y luego me toca hablar en un acto o en una entrevista… soy desordenado.

¿Tenés alguna técnica para construir tu discurso público en tiempos donde el vociferío abunda y baja la capacidad de atención ajena?

--Armo los discursos con bloques conceptuales, como si fueran versos y canciones. Un acto, entones, es como un recital para el cual debo armar una lista de temas con introducción, nudo y desenlace. Al principio puede ser algo gracioso o conmovedor para impactar, pero después se va desarrollando una idea que interesa transmitir, y finalmente tratamos de ponerle la pasión y la mística para que la gente se lleve el recuerdo de la sensación. Una mezcla entre el razonamiento y el sentido de lo que nosotros tenemos para decir. Me aburre mucho la política argentina. Me parece chata, repetitiva… y vieja. Hay pocas novedades por derecha y por izquierda. Hay que buscarles otra vuelta a las ideas para lograr movilizar a la gente.

Por un lado nos dicen que la juventud vuelve a la militancia, pero por el otro que los centennials son apolíticos. ¿Qué ves vos?

--Lo llevo a otro ámbito donde se da una discusión similar: el rock tiene estructuras rígidas para transmitir el mensaje, mientras las del trap son flexibles. Hay contenidos interesantes en ambos lugares y para varios la armonía del rock es más amigable que la del trap, pero Wos, por ejemplo, tira contenidos sociales en estructuras que para nosotros son indigeribles. Sin embargo… son las que vienen. Porque para los pibes las estructuras del rock son demasiado rígidas. ¡Pareciera que el rock está quedando viejo! No estoy diciendo que sea mejor ni peor. Bueno, eso que pasa con la música también ocurre con la política: la militancia en estructuras orgánicas es cada vez menos común. Paradójicamente, hay más militancia ahora que en los 90, pero de la cual se entra y se sale.

¿Una militancia más líquida?

--Claro, parafraseando a Zygmunt Bauman. En casi todos los actos a los que voy, hay más gente adulta que joven: un 70 por ciento arriba de 45 años, digamos. Pero en la noche del festejo por las elecciones, por la calle Corrientes vi mayormente todos pibes. Parecía un recital del Indio: pibes en bermuda, tomándose una cervecita en la lleca, mucha pendejada. ¿Dónde están todos esos pibes en la cotidiana? Militando seguramente no. Sin embargo, forman parte de la tribu urbana de nuestro movimiento cultural. Creo que existen formas inorgánicas que tienen cierto patrón organizativo, no es que se trate de algo completamente individualista. Quizás asistimos a un nuevo paradigma. Bienvenido, entonces.